miércoles, 15 de octubre de 2025

El Fotoparque de Cempasúchil en Tlaxcala: Entre la Tradición, el Turismo y el Espectáculo Visual

https://youtu.be/ODsPO9Lo944 

Por Miguel Ángel Cristiani

En un mundo cada vez más inmerso en la inmediatez de las redes sociales, donde los momentos efímeros se traducen en recuerdos filtrados a través de un lente, las experiencias turísticas empiezan a moldearse bajo la sombra de la imagen perfecta. Tal vez, lo que ocurre en Atexcatzinco, Tlaxcala, sea un ejemplo claro de esta nueva era del turismo visual. Allí, el “Fotoparque de Cempasúchil Santum” abre sus puertas con una oferta que combina la tradición, el espectáculo natural y el marketing de experiencias para una sociedad ávida de momentos fotográficos.

La propuesta no es nueva en el panorama turístico nacional; el fenómeno de los “fotoparques” ha crecido exponencialmente en México en los últimos años, siguiendo la estela de destinos como los campos de lavanda en Querétaro o los jardines de girasoles en diversas partes del país.

Aunque en el estado de Veracruz parece que todavía no se han dado por enteradas las autoridades de Turismo, encargadas de promover los sitios atractivos.

Sin embargo, lo que distingue a Santum es su capacidad para mezclar dos elementos profundamente enraizados en nuestra identidad cultural: el cempasúchil y la festividad de Halloween. Este espacio ha logrado crear una conexión entre lo ancestral y lo contemporáneo, pero, más allá de la estética, es necesario preguntarnos: ¿Hasta qué punto este tipo de iniciativas logra trascender lo superficial y aporta al respeto y comprensión de nuestras tradiciones?

El fotoparque, inaugurado a mediados de octubre, destaca por su planteamiento visual, pero también por su enfoque turístico. La primera sección del espacio está ocupada por un sembradío de cempasúchil de la variante china, una flor que es sinónimo de la temporada de “Día de Muertos” en México. Esta flor, que cubre una hectárea de terreno, no solo se ha convertido en el principal atractivo del lugar, sino que ha revitalizado un interés por la tradición de las ofrendas y altares, mientras se posiciona como un objeto de consumo para quienes buscan capturar la imagen perfecta. Sin embargo, debemos cuestionarnos si este nuevo uso del cempasúchil está contribuyendo a su apropiación cultural o si, por el contrario, está reduciendo la flor a un simple objeto ornamental, despojándola de su carga simbólica.

No podemos ignorar que el cempasúchil, más allá de su belleza, tiene un profundo valor en nuestras creencias. Es un puente entre los vivos y los muertos, una flor cuyo color y fragancia guían las almas durante las festividades del Día de Muertos. ¿Es correcto que su florecimiento sea aprovechado principalmente como un gancho turístico, con la finalidad de hacer negocio a costa de la espiritualidad que representa para millones de mexicanos? Es fundamental que este tipo de iniciativas no caigan en la trampa de la superficialidad comercial, y que, al mismo tiempo, ofrezcan una experiencia que respete y dignifique las raíces culturales que estamos celebrando.

No obstante, el fotoparque no se limita solo a la flor de muerto. Su propuesta es más amplia. “Pumpkin Santum”, una segunda sección dedicada a Halloween, incluye decoraciones como calabazas de Texas y espantapájaros de madera, buscando dar cabida a una celebración importada que, aunque tiene un creciente eco en nuestro país, aún no logra insertarse completamente en las dinámicas sociales mexicanas. Este componente, indudablemente, se alinea con la tendencia global hacia la celebración del “Halloween”, pero lo hace de manera tan explícita que a veces parece forzada. El entrelazamiento de una tradición mexicana ancestral con un festejo extranjero, a veces tan superficialmente comercializado, obliga a reflexionar sobre lo que estamos perdiendo de nuestra identidad al adoptar estos “fenómenos” sin un análisis profundo.

Por supuesto, el propósito del parque es enteramente turístico, como lo señala su propietario, Brian Munguía, quien asegura que el objetivo es ofrecer una experiencia única para los visitantes, sin restricciones en el uso de cámaras y fotografías. Esto es, en apariencia, un aspecto positivo, pues democratiza el acceso a la belleza del lugar. Los 100 pesos de entrada, relativamente accesibles para un sector amplio de la población, y con descuento a adultos mayores, permiten disfrutar de las flores, hacer fotografías y acceder a otras instalaciones, como los columpios y las decoraciones temáticas. No obstante, una vez más surge la pregunta: ¿realmente estamos valorizando el patrimonio natural y cultural, o simplemente estamos creando un parque temático más, al servicio del consumo masivo?

El fenómeno de los “fotoparques” es reflejo de un mundo que se está reinventando a través de la óptica de las redes sociales, donde las experiencias son fugaces, pero la necesidad de compartirlas en plataformas digitales es eterna. Los turistas que asisten al fotoparque buscan, más allá del goce estético, crear recuerdos visuales que puedan ser transmitidos a su comunidad virtual. En este sentido, Santum se convierte no solo en un atractivo turístico, sino en un lugar de consumo cultural, donde la tradición se expone al ojo público y se comercializa como parte de un catálogo fotográfico.

El reto, en este sentido, es encontrar el equilibrio entre el disfrute de los espacios naturales y la preservación de los significados que estos poseen. El cempasúchil no debería ser solo una flor para ser fotografiada, sino un símbolo que inspire reflexión, respeto y memoria. El Halloween, por su parte, podría ser una oportunidad para reforzar las tradiciones populares locales en lugar de diluirse en la influencia de festividades ajenas.

Es imperativo que los destinos turísticos como Santum no se conviertan en escaparates vacíos de cultura, sino que mantengan un compromiso con la autenticidad, la educación y el respeto a nuestras raíces. De lo contrario, estaremos ante una fachada de tradición, que oculta una versión adulterada de lo que realmente significa ser mexicano en un mundo globalizado. La reflexión debe ser clara: ¿Queremos que nuestra cultura se convierta en un producto más, o deseamos que sea preservada y transmitida de manera genuina a las futuras generaciones?


martes, 14 de octubre de 2025

El olvido post-temporal: Veracruz y la promesa rota de la ayuda tras la tormenta

  

Por Miguel Ángel Cristiani

Las imágenes que nos llegan del norte de Veracruz no requieren de subtítulos ni de análisis complejos: familias sumidas en el lodo, viviendas arrasadas, cultivos perdidos, y un clamor que se hace más urgente conforme las horas y los días pasan sin una respuesta concreta. El diluvio que, una vez más, arrasó con vidas y patrimonios en los municipios veracruzanos ha dejado al descubierto no solo la vulnerabilidad de las poblaciones ante fenómenos naturales, sino también la tremenda ineficacia del sistema de respuesta ante desastres que, lejos de mejorar, se diluye en un mar de promesas vacías. Pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿quién va a responder por los daños materiales, humanos y emocionales que esta catástrofe ha dejado atrás?

Es una realidad incuestionable que las lluvias y las avenidas de los ríos en las zonas afectadas han superado los límites de lo soportable, pero no podemos seguir cediendo ante la falacia de la "emergencia controlada" mientras las familias no tienen ni lo mínimo para sobrevivir. Porque lo que está ocurriendo no es solo una cuestión de meteorología, sino un fracaso institucional que lleva años gestándose. Las víctimas de esta tragedia no necesitan que se les diga que la naturaleza es impredecible, sino que necesitan respuestas urgentes, soluciones reales y recursos que les permitan reconstruir lo que perdieron, algo que hoy parece más una promesa política que una acción inmediata.

Las autoridades de los tres niveles de gobierno –federal, estatal y municipal– se apresuran a atender el reclamo legítimo de los afectados, pero más allá de las visitas protocolarias y las declaraciones llenas de buenas intenciones, lo cierto es que la ayuda sigue siendo inalcanzable para aquellos que más la necesitan. ¿De qué sirve que los gobernantes asistan a las zonas devastadas si la población continúa sin lo básico? ¿De qué sirve el desgaste mediático cuando el apoyo no llega a donde se necesita? Y lo más alarmante: ¿qué sucede cuando el aparato estatal se convierte en una barrera, como ocurre con las fuerzas armadas que bloquean la entrada de ayuda humanitaria? Esta situación no es solo una irregularidad, es una grave violación a la ética y a la necesidad de los pueblos afectados.

La frase "no nos ha llegado ninguna ayuda" resuena en cada rincón de las zonas impactadas, como un eco de desesperación. Y aunque las organizaciones civiles están haciendo lo que pueden, sus esfuerzos son insuficientes ante la magnitud del desastre y, sobre todo, ante la falta de voluntad política para liberar los recursos y permitir que las ayudas lleguen con la celeridad que el caso exige. Lo que estamos presenciando es una crisis dentro de la crisis.

Esto nos lleva a una reflexión más profunda: la desaparición del FONDEN, ese Fondo Nacional de Desastres Naturales que en su momento fue un recurso vital para enfrentar situaciones como la que ahora estamos observando, no fue un simple cambio administrativo. Fue una decisión ideológica, una de las muchas tomadas bajo el pretexto de "optimizar" recursos y destinar más fondos a las grandes obras de infraestructura. Sin embargo, al eliminarlo, el gobierno federal dejó a las comunidades más vulnerables a su suerte, pues ahora, más que nunca, la falta de un mecanismo efectivo de apoyo ha quedado expuesta.

La justificación de que el FONDEN se utilizaba para "grandes obras" no solo es una falacia, sino una mentira disfrazada de eficiencia. Los recursos nunca fueron suficientes para atender a la totalidad de las víctimas, pero al menos existía un esquema de respuesta que, si bien imperfecto, garantizaba una acción más rápida. Hoy, esa promesa se ha diluido en una parálisis presupuestal que se traduce en desinterés y desdén por los afectados.

Este es un momento crucial para reflexionar sobre el verdadero rol del Estado: ¿Para qué existen los gobiernos si no es para proteger, para atender, para auxiliar a los más vulnerables en situaciones de emergencia? Las inundaciones, los huracanes y las tormentas siempre serán impredecibles, pero la respuesta de un gobierno no debe serlo. La ciudadanía no pide milagros ni soluciones inmediatas, pero sí acciones concretas, respaldadas por recursos, por leyes que no se manipulen según las necesidades del poder, y por una ética que garantice que, cuando el desastre golpee, el Estado no se convierta en una figura ausente.

La lección de esta tragedia, por lo tanto, no debe ser solo la de reconstruir lo que se ha perdido, sino también la de exigir una nueva política pública de gestión de desastres que no se limite a repartir discursos, sino a construir infraestructura, a gestionar recursos de manera transparente, y a garantizar que la ayuda llegue a donde más se necesita.

Para Veracruz y para todo el país, el clamor de los afectados debe ser una llamada de atención para las autoridades y para la sociedad en su conjunto: el tiempo de las promesas vacías ya pasó. La reconstrucción no solo debe ser física, sino también ética y política. Y la próxima vez que el desastre se asome, no debemos seguir esperando la respuesta que nunca llega.


La guerra de lodo en Poza Rica

 DE PRIMERA MANO

Por Omar Zúñiga


Aunque vengan del

mismo barro,

no es lo mismo

bacín…, que jarro.


La tragedia que sufren nuestros hermanos del norte del estado, según algunos académicos de la UV, de esos que aún se respetan (no como el gandul espurio que despacha en Rectoría) que esta inundación es peor que la sufrida en 1999, hace ya 26 años.

En este lapso hemos pasado muchas revoluciones y no armadas. Las tecnológicas, que no paran, son las más palpables.

En ese año, el internet estaba en pañales y las coberturas periodísticas exigían muchísimo más que un celular y datos; era ir al lugar del siniestro, buscar la nota, tomar fotos, y por supuesto enviarlas a tu medio para publicarlas y poder satisfacer la demanda social de estar bien informado.


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Como no se puede defender lo indefendible, hay que mencionar hechos.

Luego de conocerse la magnitud de la tragedia y como es costumbre, la solidaridad del pueblo veracruzano y mexicano en general se hizo presente y patente.

Decenas, si no es que cientos, de lugares de acopio de víveres para llevar a nuestros paisanos empezaron a aparecer en las redes sociales; los sitios que más credibilidad tuvieron fueron los de instituciones de educación superior públicas y privadas; lamentablemente la UV, debido a la crisis de legitimidad en que se encuentra sumida hoy día, no tuvo la fuerza que se necesitaba, en cambio otras, privadas como Anáhuac Veracruz campus Xalapa, tuvo una extraordinaria convocatoria.


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Por si fuera poco, también salieron quienes se aprovecharon de la desgracia y parafraseando a la ínclita, se vieron como miserables.

Samuel García, gobernador naranja de Nuevo León, saltó inmediatamente a la palestra diciendo que tiraba su espada en prenda y ofreció apoyo “en solidaridad al pueblo de Poza Rica”.

Lamentablemente para nuestro hermanos del norte del estado, la ayuda no iba por vías institucionales ni siquiera del gobierno nuevoleonés, sino que la vía era el candidato perdedor de MC Emilio Olvera.

El objetivo era muy claro: poder sacar provecho político electoral de una tragedia que ha dejado muchos muertos, que según las cifras preliminares oficiales rondaría los 30, pero que según quienes sufrieron en carne propia y fueron testigos de la desgracia, esta cifra podría llegar mínimo a un par de cientos.

Eso es tener poca madre, sea del partido que sea, si van a ayudar no es necesario decirlo ni promocionarse, llenos de lodo, como si de veras fueran ajenos a él.


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Y lo mejor de todo es que son las estrategias de su mecenas, el morenista senador Manuel Huerta, autor de la graaaaan burrada de aplicar retroactividad a la ley de amparo y frenado en seco por la mismísima compañera Cheinban.


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Para documentar el optimismo, siguen operando las granjas de bots naranjas pos campaña, que dispararon el hate contra la alcaldesa electa Adanely Rodríguez.


¡Qué barbaridad!

deprimera.plana2020@gmail.com

sábado, 11 de octubre de 2025

Limpian las calles trabajadores del Ayuntamiento de Xalapa

 



Trabajadores de la dirección de limpia pública del ayuntamiento de Xalapa, desde que canta el gallo inician la rutina de recorrer las siguientes rutas en siete colonias, Dolores Hidalgo, Luis Donaldo Colosio, Independencia, Ejidal, Chapultepec, Plan de Ayala, Miradores de San Roque.

Explicaron los trabajadores tenemos que salir a trabajar es nuestra misión por eso recibimos un salario, no importa, los cambios de clima lluvia, sol, norte, mantener las más de 600 colonias limpias.

Pero si pedimos a la ciudadanía Xalapeña aunque las autoridades les han hecho la invitación de no sacar la basura si no ha pasado el campanero, las dejan en las esquinas, o en otras colonias llevan sus residuos. Porque con las lluvias esto ocasiona inundaciones.

" Ahorita recogemos la basura y en la noche pasa la gente tirando la basura, y al otro día la calle amanece con residuos sólidos después dicen que no ha pasado el camión de la basura, deben de estar atentos los días cuando pasa el campanero aunque luego la gente nos contestan por eso pago el predial ahí nos compran el servicio de limpia pública", expresaron.

Está bien que paguen los servicios municipales pero que tengan un poquito de cultura.

jueves, 2 de octubre de 2025

La puerta que derribamos y la que supo hacerse símbolo

  

Por Miguel Ángel Cristiani

En Estambul, la vieja capital del Imperio Otomano, hay una puerta que no conduce a nada. O mejor dicho: conduce a la historia. La Puerta al Bósforo del Palacio Dolmabahçe se levanta como un arco monumental que no es acceso ni salida, sino pura contemplación. Fue diseñada en el siglo XIX para impresionar a los embajadores europeos que navegaban por el estrecho. Nunca se usó para barcos ni visitantes: su única función era política y estética, mostrar poder, modernidad y refinamiento. Hoy, esa puerta sigue ahí, convertida en postal obligada para millones de turistas.

Mientras tanto, en Veracruz, la Puerta del Mar —el umbral por donde entró la historia a nuestro país durante más de tres siglos— fue derribada hace más de cien años y nunca reconstruida. En Turquía se preserva y se capitaliza un símbolo sin utilidad práctica; en México se destruyó un símbolo cargado de memoria, comercio, cultura y vida cotidiana.

La comparación duele. En Turquía, la Puerta del Bósforo del Palacio Dolmabahçe no es solo una filigrana de mármol blanco: es una declaración de identidad, un recurso turístico y una herramienta diplomática que sigue generando prestigio. Atatürk, el fundador de la República, utilizó ese mismo palacio como residencia presidencial, y muchos de sus actos públicos quedaron enmarcados por el mar. Cada año, millones de visitantes viajan a Estambul y se detienen frente a esa puerta, no porque les dé acceso a algo, sino porque representa la grandeza de un pueblo que entendió la fuerza de sus símbolos.

En Veracruz, la Puerta del Mar funcionó entre la Colonia y el Porfiriato. No era ornamental, sino esencial: por ahí entraban colonizadores, comerciantes, refugiados, artistas y campesinos; por ahí salían mercancías hacia Europa y llegaban influencias culturales que forjaron nuestra identidad. Era, como se ha dicho, la Puerta de México. Pero cuando se amplió el puerto a inicios del siglo XX, se optó por demolerla en nombre del progreso. Y desde entonces, solo quedan las crónicas y los bocetos.

No es un caso aislado: en Veracruz solemos ver la historia como estorbo y no como capital. Derribamos monumentos, dejamos caer edificios, ignoramos nuestro propio legado, y después nos quejamos de no atraer turismo cultural.

La política turca entendió, desde hace siglos, que la arquitectura puede ser discurso. Dolmabahçe fue el primer palacio en incorporar alumbrado de gas, agua corriente y calefacción central. La Puerta al Bósforo fue un gesto calculado: mostrarle a Europa que el Imperio Otomano no era un rezago medieval, sino un jugador moderno y poderoso.

En Veracruz, en cambio, nos quedamos sin el gesto y sin la piedra. “La Puerta del Mar” pudo haber sido el emblema de la apertura de México al mundo, un sitio histórico comparable a la Puerta de Alcalá en Madrid o al Arco del Triunfo en París. Pero la demolimos y, lo más grave, nunca la reconstruimos.

El exgobernador Javier Duarte llegó a prometer en 2014, en una entrevista de café en la Parroquia, que la reconstrucción estaba contemplada dentro del rescate del centro histórico. Como tantas otras promesas, se quedó en humo. Y después, nadie más retomó el proyecto.

No se trata de romanticismo ni de nostalgia barata. La Puerta del Mar sería un atractivo cultural de primer nivel, un punto de encuentro con la historia y un imán turístico que, bien gestionado, generaría empleo y desarrollo local. En el mundo, las ciudades compiten por ofrecer experiencias auténticas; aquí, teniendo la historia en las manos, preferimos esconderla.

En Estambul, millones de turistas hacen fila para tomarse una foto frente a una puerta que nunca sirvió para nada. En Veracruz, ignoramos la puerta por donde literalmente entró la historia nacional. ¿No resulta absurdo?

Reconstruir la Puerta del Mar no resolvería los problemas de pobreza, inseguridad o corrupción, pero sí nos recordaría que somos una ciudad con raíces profundas y un legado digno de mostrarse. Sería un acto de dignidad colectiva: reconocer que en Veracruz no todo es improvisación y olvido, que también sabemos honrar nuestra memoria.

Dejar que símbolos como la Puerta del Mar permanezcan en el abandono es aceptar que la modernidad solo puede construirse sobre el olvido. Y eso es falso. Los turcos supieron integrar tradición y modernidad en un mismo gesto arquitectónico. Nosotros, en cambio, seguimos repitiendo la fórmula del despojo: destruir lo viejo sin rescatar lo valioso.

Cada piedra que se borra de la memoria es una oportunidad perdida de educar, de generar identidad y de ofrecer al mundo un rostro auténtico. Veracruz no necesita inventarse un pasado: lo tiene, lo tuvo. Lo único que falta es la voluntad política y ciudadana para recuperarlo.

La Puerta del Bósforo sigue en pie, altiva, recordándole al mundo que Turquía supo reinventarse sin renunciar a sus símbolos. La Puerta del Mar yace en el olvido, como una metáfora de un país que aún no aprende a valorar lo propio.

La diferencia no es de historia ni de recursos, sino de visión. Mientras Turquía exhibe con orgullo una puerta ornamental, Veracruz dejó caer la puerta que fue el verdadero acceso de México al mundo. Y la pregunta, inevitable, es: ¿seguiremos derribando nuestra memoria, o tendremos la valentía de reconstruirla?

 

miércoles, 1 de octubre de 2025

La puerta al puerto de Veracruz: la memoria que se derrumba

  

Por Miguel Ángel Cristiani G.

En Veracruz solemos derribar la historia a pico y pala, para después lamentarnos con lágrimas de turista de ocasión. Ocurrió con la llamada Puerta del Mar, el verdadero umbral de México durante más de tres siglos, y que hoy sobrevive apenas en los relatos de cronistas y en la nostalgia de quienes saben que, por ese arco demolido hace un siglo, entraron y salieron las raíces de nuestro mestizaje, nuestra economía y buena parte de nuestra cultura.

Lo recordaba en una entrevista de café el exgobernador Javier Duarte de Ochoa, aquel jueves 22 de mayo de 2014 en la Parroquia, cuando entre tazas y adulaciones aseguró que la reconstrucción de la puerta estaba contemplada en el proyecto de rescate del centro histórico. Como suele ocurrir con los políticos que prometen el oro y nos dejan el lodo, la obra nunca se hizo. Y no porque no hubiera recursos, sino porque no hubo visión.

La Puerta del Mar no era un simple arco de piedra: era la boca por la que México respiraba. Desde la época colonial hasta el porfiriato, por ahí ingresaron colonizadores, comerciantes, campesinos, exiliados, arquitectos, artistas y aventureros. Por ahí llegaron los insumos para levantar iglesias, haciendas, fábricas y escuelas; por ahí salieron las mercancías que tejieron la economía con Europa, África y América del Sur.

Si España presume la Puerta de Alcalá, y París reverencia su Arco del Triunfo, Veracruz tuvo la suya: la Puerta de México, testigo del tráfico humano y material que moldeó nuestra nación. Pero en 1902, durante la ampliación del puerto, se decidió derribarla. El progreso, nos dijeron, exigía arrasar con la memoria.

Hoy apenas quedan crónicas y bocetos, como los que describe el investigador Mario Jesús Gaspar Cobarrubias en su reportaje de 1916, donde ubica con precisión el sitio: anexa al edificio de la Contaduría del Rey, entre el convento de San Francisco y la muralla que más tarde sería la Plazuela del Muelle. Frente a ese arco desembarcaban los barcos que venían de La Habana, de Cádiz, de Nueva Orleans. Era la verdadera aduana del país.

En Veracruz somos expertos en desperdiciar símbolos. En otros países, con una simple piedra levantan museos, rutas turísticas y hasta discursos de identidad nacional. Aquí, teniendo un icono histórico de primer orden, preferimos dejarlo en el olvido, mientras se gastan millones en remodelaciones cosméticas del malecón o en proyectos que nadie entiende.

La reconstrucción de la Puerta del Mar no sería un simple capricho nostálgico. Sería recuperar un pedazo de historia tangible, un atractivo turístico de primer nivel y un símbolo de orgullo para la ciudad más antigua de México continental. ¿Acaso no lo merece el puerto que abrió las venas de todo un continente?

El turismo histórico no se inventa con espectáculos de luces ni con esculturas de plástico: se sostiene con memoria, con autenticidad. Y la Puerta del Mar tiene ambas cualidades.

Mientras en Madrid se canta con devoción “Mírala, mírala, la Puerta de Alcalá, viendo pasar el tiempo”, en Veracruz tenemos que conformarnos con mirar fotografías borrosas y escuchar anécdotas de abuelos. Lo nuestro fue ver pasar la piqueta, no la historia.

Paradójicamente, las autoridades han invertido fortunas en proyectos de rescate urbano, pero ninguna ha tenido la determinación de rescatar ese símbolo. Duarte lo anunció, como tantos otros anuncios que se quedaron en humo. Sus sucesores tampoco lo retomaron. Y así seguimos, con un puerto cada vez más modernizado en infraestructura, pero más empobrecido en identidad.

No se trata de idealizar el pasado ni de construir réplicas huecas como si fueran escenarios de telenovela. Se trata de reconstruir, con rigor histórico y arquitectónico, un monumento que devuelva al puerto su carácter de “Puerta de México”. No como ornamento, sino como lección viva para las nuevas generaciones.

Hoy que se destinan miles de millones de pesos a la ampliación del puerto, ¿qué impide reservar una mínima fracción para rescatar este símbolo? Con voluntad política, el proyecto podría ser una realidad y convertirse en un atractivo cultural de alcance internacional.

Veracruz no puede seguir siendo el lugar donde se pierden las huellas del tiempo. La Puerta del Mar es mucho más que piedras viejas: es la memoria de quienes llegaron buscando futuro, es la evidencia de que este país siempre ha sido tierra de encuentro y mestizaje.

Reconstruirla no resolverá los problemas de pobreza, inseguridad o corrupción que nos aquejan. Pero sería un acto de dignidad colectiva: la señal de que en esta tierra no todo se borra, no todo se arrasa. Que aún sabemos reconocer y honrar nuestras raíces.

De lo contrario, seguiremos siendo el país que entierra su memoria bajo el concreto, mientras espera a que el turismo llegue a sacarnos la foto. Y la historia, ya lo sabemos, no perdona el olvido.