El Señor de los Arcos está presente, le Duela a quien le Duela.
"Mario Chama o el Chama, no se ha ido de Teocelo".
"Hoy más que nunca me van a ver muy cerca de ustedes". Promoviendo nuestras tradiciones.
"Mario Chama o el Chama, no se ha ido de Teocelo".
"Hoy más que nunca me van a ver muy cerca de ustedes". Promoviendo nuestras tradiciones.
¿Hasta qué punto puede tolerarse la arrogancia en nombre de la cultura? Esa es la pregunta que hoy sacude al Fondo de Cultura Económica (FCE) y al gobierno federal, luego de las declaraciones de su director, Paco Ignacio Taibo II, quien, con una ligereza impropia del cargo, descalificó obras “horriblemente escritas” por mujeres, para oponerse a las políticas de inclusión literaria. Las palabras no fueron un exabrupto casual: son el reflejo de una forma de pensamiento que se resiste a entender la igualdad como valor, no como concesión.
El episodio, ocurrido el pasado 23 de octubre durante una conferencia encabezada por la presidenta Claudia Sheinbaum, expuso algo más grave que un simple desliz verbal. Reveló cómo, desde una institución pública financiada por los contribuyentes, se reproducen prácticas de machismo institucional, disfrazadas de criterio literario. No es poca cosa: el FCE, fundado en 1934, es uno de los pilares de la cultura mexicana, y su función es promover el pensamiento crítico y la pluralidad, no el prejuicio ni la exclusión.
En respuesta, un grupo de escritoras, poetas y artistas, agrupadas como Las Horribles, realizó este martes un “mitin poético” frente a la sede del FCE en la Ciudad de México. Con lecturas, manifiestos y versos cargados de ironía, exigieron la renuncia de Taibo II, su disculpa pública y una revisión profunda de los criterios editoriales. La protesta no fue improvisada: fue la respuesta articulada de un movimiento que, desde hace años, denuncia la marginación de las voces femeninas en los espacios culturales controlados por hombres.
Que la presidenta Sheinbaum —la primera mujer en ocupar ese cargo— haya defendido al funcionario llamándolo “gran compañero” solo agravó el malestar. Las feministas, encabezadas por Diana Luz Vázquez del colectivo Ley Sabina, le recordaron que “cualquier hombre machista violenta a las mujeres y no puede ser un buen compañero”. La frase, tan dura como cierta, resume el dilema que enfrenta el nuevo gobierno: ¿de qué sirve tener un gabinete paritario si se toleran comportamientos que perpetúan la desigualdad desde las instituciones del Estado?
No se trata de censura ni de cuotas forzadas. Se trata de responsabilidad pública. Un funcionario cultural no puede burlarse de la lucha por la equidad de género ni usar la tribuna del Estado para dictar qué voces son dignas de leerse. La Ley General para la Igualdad entre Mujeres y Hombres obliga al Estado a promover condiciones de igualdad sustantiva; el FCE, como institución pública, está sujeto a ese mandato. Lo que Taibo II calificó de “poemas horribles” no es una cuestión estética: es una falta ética y política.
La cultura no necesita guardianes del buen gusto ni caudillos del canon literario. Necesita respeto, diversidad y diálogo. Y si el director del Fondo no entiende eso, debería hacerse a un lado. Su padre, Paco Ignacio Taibo I —a quien muchos recordamos como un maestro del periodismo, caballero de la cultura y un defensor de la libertad—, difícilmente habría caído en un desdén tan pobre y anacrónico.
Porque el verdadero problema no es solo lo que Taibo dijo, sino lo que su permanencia significaría: la normalización del desprecio. En tiempos donde México presume avances democráticos y de género, no podemos permitir que el Fondo de Cultura Económica se convierta en un fondo de exclusión misógina. La cultura pública debe ser la casa de todos, no el feudo de unos cuantos iluminados que se creen con derecho a decidir quién escribe bien y quién no.
La cultura no se defiende con soberbia, sino con respeto. Y el respeto, en estos tiempos, empieza por escuchar a las mujeres.
El pavimento tenía como imagen una flor pero ya estaban muy marchitas.
Al Alcalde Alberto Islas Reyes aún le quedan dos meses para darle continuidad a las obras de la ciudad.
Por Miguel Ángel Cristiani
El odio se ha convertido en el nuevo petróleo del siglo XXI. No se extrae de la tierra, sino del alma humana; no contamina el aire, sino la conciencia colectiva. Hoy se comercia con resentimientos, se manipulan emociones y se fabrican enemigos a la medida de cada electorado. Los líderes autoritarios, los magnates digitales y los mercaderes de la indignación descubrieron que el enojo vende más que la razón, y que dividir siempre rinde más que unir.
Vivimos en una época donde la cólera ha sido institucionalizada. La política ya no busca convencer, sino provocar. Los discursos de odio funcionan como la gasolina de una maquinaria que no puede detenerse, porque su poder depende precisamente de mantener a la gente enojada. Lo grave es que ese fuego no solo arde en las plazas públicas: se ha filtrado en nuestras conversaciones, en nuestras redes, en nuestras familias.
El odio, aunque parece una emoción simple, tiene raíces profundas. Nace de las heridas no curadas, de los desprecios, del miedo a ser irrelevantes. Por eso es tan fácil de manipular: quien promete redimir el agravio —real o imaginario— gana devotos, no solo votos. Así, la política convierte al ciudadano en militante de una causa emocional, y al adversario en enemigo existencial. Como en el mito persa de Zaratustra, la lucha entre el bien y el mal se traslada al terreno de lo humano: “nosotros los buenos”, “ellos los malos”.
Esta simplificación es rentable. Los algoritmos de las redes sociales lo saben bien: mientras más indignación generen, más tiempo pasamos frente a la pantalla, más anuncios se venden, más dinero se gana. Las plataformas no están diseñadas para fomentar el entendimiento, sino para amplificar el conflicto. Su lógica es tan sencilla como perversa: un “me enoja” vale mucho más que un “me gusta”. La economía digital vive del enfrentamiento, no del acuerdo.
En política ocurre lo mismo. Los líderes que apelan al miedo y a la furia consiguen adhesiones rápidas. Regresan a sus seguidores a una especie de infancia emocional, donde el mundo se divide entre quienes obedecen y quienes amenazan. “No odias lo suficiente”, parecen decir, empujando a las masas a abrazar la hostilidad como forma de identidad. No gobiernan con ideas, sino con enemistades. Y cuando el resentimiento se institucionaliza, la democracia se convierte en una arena de gladiadores donde la verdad muere a manos del espectáculo.
La ira, usada como herramienta de poder, destruye el diálogo. Lo sustituye por la consigna. Pero un país no se construye desde el grito, sino desde la palabra. Recuperar la confianza en los demás —esa virtud civil hoy desprestigiada— es un acto de resistencia política. Frente al ruido de las redes y las arengas incendiarias, necesitamos recuperar la conversación serena, la empatía, la capacidad de disentir sin odiar.
El desafío es enorme: desactivar una maquinaria que lucra con nuestra rabia. Pero el periodismo, la educación y la ciudadanía consciente tienen una tarea irrenunciable: devolverle valor al pensamiento sobre la emoción, al diálogo sobre la consigna, al argumento sobre el insulto. Porque el odio, aunque parezca una emoción poderosa, es en realidad una forma de esclavitud. Y solo quien renuncia a odiar comienza verdaderamente a ser libre.
Por Miguel Ángel Cristiani
Los números de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) no mienten, aunque a veces los gobiernos preferirían que sí lo hicieran. En su más reciente informe sobre la Cuenta Pública 2024, el órgano fiscalizador federal reveló que el estado de Veracruz acumula posibles irregularidades por más de 1,115 millones de pesos, colocándose entre las entidades con mayores observaciones en el país.
De ese total, 1,078 millones corresponden al sector salud, un ámbito particularmente sensible por tratarse de recursos federales destinados a servicios médicos, hospitales y programas de atención comunitaria. En otras palabras, dinero que debió servir para curar, terminó bajo sospecha de haber sido mal empleado, desviado o simplemente sin comprobar.
La ASF detalla que las irregularidades se concentran en transferencias no justificadas, obras sin evidencia de ejecución, pagos duplicados y adquisiciones sin contrato formal. En términos sencillos: hay recursos que salieron del erario, pero no hay comprobación clara de a dónde fueron a parar.
Aunque las cifras son frías, sus implicaciones son políticas. La administración de Cuitláhuac García Jiménez, que se autoproclamó como un gobierno “honesto y distinto”, enfrenta el escrutinio de los números públicos. Y los números son tercos: en los últimos años, las observaciones acumuladas por la ASF y el ORFIS superan los 5 mil millones de pesos, un monto que contradice el discurso de pureza administrativa con el que se ha intentado blindar la imagen del mandatario morenista.
Más allá de los tecnicismos contables, el informe de la ASF muestra un patrón: falta de control interno, deficiente fiscalización y un uso discrecional de fondos federales, especialmente en dependencias como la Secretaría de Salud, Educación y Obras Públicas. No se trata de errores burocráticos menores, sino de una posible red de negligencia institucional que, de confirmarse, implicaría responsabilidad administrativa o incluso penal.
En el contexto nacional, Veracruz no está solo: otras entidades gobernadas por Morena, como Chiapas y Guerrero, también figuran en los primeros lugares de observaciones. Sin embargo, el caso veracruzano destaca por la magnitud del sector afectado y por la reiteración de anomalías año tras año.
El daño no es solo financiero. Es social. Cada peso no comprobado representa una cama de hospital vacía, un medicamento no entregado o una obra inconclusa en alguna comunidad marginada. Por eso, más que hablar de “posibles desvíos”, deberíamos hablar de un daño a la confianza ciudadana.
El gobernador García Jiménez, fiel a su estilo, ha respondido con desdén a las observaciones, asegurando que todo se solventará “a su tiempo”. Pero el tiempo, en materia de transparencia, suele ser el enemigo de la verdad. La ASF cumple su tarea al señalar; el problema es que las sanciones rara vez llegan.
Mientras tanto, Veracruz sigue siendo un laboratorio político de contrastes: un estado donde se habla de transformación, pero las auditorías cuentan otra historia. Una historia escrita en números rojos, en papeles faltantes y en silencios administrativos.
El reto no es menor. Si el gobierno estatal quiere ser recordado por su honestidad, deberá demostrarla no en discursos, sino en auditorías solventadas. Porque en política, como en contabilidad, las palabras se las lleva el viento, pero los números se quedan en los libros.
El Comité Ejecutivo Estatal del SEPEV que dirige muy atinadamente, Lic Acdmer Antonio Galicia Campos., expresa su más sincero agradecimiento por todas las muestras de apoyo y confianza de nuestras compañeras y compañeros adheridos al Sindicato de Empleados del Poder Ejecutivo de Veracruz.
Cada intervención, cada acuerdo y cada propuesta reflejaron un mismo propósito: fortalecer al SEPEV y consolidar una organización sólida, transparente y cercana a la base trabajadora.
Porque nuestra fuerza nace de la unión, y nuestro compromiso es con el bien común, seguiremos trabajando con determinación por la defensa de los derechos humanos y laborales, impulsando mejores condiciones para todas y todos los servidores públicos del Estado de Veracruz.
Hoy más que nunca, reafirmamos que el SEPEV no es solo una organización:
es una familia, una voz colectiva, un movimiento que crece con la participación de cada uno de ustedes.
Te invitamos a integrarte, a participar, a ser parte activa del cambio que construimos día a día.
Tu energía, tus ideas y tu compromiso son el motor que impulsa nuestra causa.
¡Porque unidos somos más fuertes…
Todos unidos somos más, todos somos SEPEV!
Por Miguel Angel Cristiani G.
En un contexto donde la degradación ambiental parece ser una constante del régimen político y económico, el reciente derrame de hidrocarburos en el río Pantepec, en el municipio veracruzano de Citlaltépetl, representa no solo una catástrofe ecológica, sino un alarmante recordatorio de la indolencia con la que algunas autoridades, como la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente (ASEA) y Petróleos Mexicanos (Pemex), siguen gestionando los riesgos ambientales en nuestro país.
El diputado federal del Partido Verde Ecologista de México (PVEM), Javier Herrera Borunda, ha dado un paso firme al presentar un punto de acuerdo ante la Cámara de Diputados, exigiendo a la ASEA un informe detallado sobre el derrame y los posibles efectos de este desastre en las comunidades ribereñas. Su preocupación no es infundada. La magnitud del daño ambiental y las posibles afectaciones a la salud de los habitantes de la región son cuestiones que deben ser atendidas con urgencia y seriedad. Lo que está en juego no es solo la fauna y la flora que habitan en el río Pantepec, sino la vida misma de las personas que dependen de este ecosistema para su supervivencia.
Lo que resulta inquietante es que, a pesar de los reiterados incidentes de contaminación en ríos, mares y tierras que hemos vivido en las últimas décadas, las respuestas del gobierno y de las empresas responsables, como Pemex, siguen siendo reactivas, cuando no francamente negligentes. La falta de mantenimiento en las infraestructuras y la escasa previsión ante posibles accidentes se han convertido en una constante. Este derrame no es un accidente aislado; es un síntoma de una gestión que antepone los intereses económicos de las empresas a la vida de los ciudadanos.
La crítica de Herrera Borunda no podría ser más pertinente. La calidad del agua en la región está comprometida, y las comunidades afectadas corren el riesgo de sufrir una crisis sanitaria de proporciones devastadoras. El informe que la ASEA debe entregar no solo debe detallar el tamaño del daño ecológico, sino también esclarecer si se actuó con la diligencia que la ley exige para contener el derrame en tiempo y forma.
Más allá de la magnitud del incidente, el comportamiento de Pemex ante el problema es alarmante. A pesar de que la paraestatal ha sido responsable de múltiples accidentes en el pasado, la respuesta de las autoridades ha sido tibia, casi cómplice. La transparencia y la rendición de cuentas son, en este sentido, un derecho inalienable de la ciudadanía, que tiene el derecho de saber qué se está haciendo para remediar los efectos de este desastre, y si este es el resultado de una omisión o negligencia.
Ya se ha empezado a anunciar -prematuramente- que el daño ambiental está ¿controlado?
Y quien va a reponer los daños causados al medio ambiente, a los productores del campo, de cítricos principalmente y hasta en las viviendas.
Que no nos vayan a salir con la excusa -ya gastada- de que se cuenta con un seguro para pagar los daños.
El llamado de Herrera Borunda a la intervención de la ASEA y su colaboración con el gobierno estatal de Veracruz, encabezado por la ingeniera Rocío Nahle García, es acertado. La responsabilidad de atender el desastre no recae exclusivamente sobre la federación. El gobierno estatal debe hacer valer su autoridad y velar por los intereses de los ciudadanos, que, como ha sido evidente a lo largo de la historia, no pueden confiar ciegamente en las respuestas de un gobierno federal cada vez más alejado de la gente.
Es crucial que la ASEA actúe con contundencia, estableciendo sanciones claras en caso de que se determine que Pemex incurrió en negligencia o falta de mantenimiento. No podemos permitir que la impunidad siga prevaleciendo en un país donde las políticas ambientales son constantemente vulneradas por quienes deberían ser los primeros en respetarlas. La protección del medio ambiente y la salud de las comunidades no es negociable, y mucho menos cuando los responsables son actores clave en el sistema energético del país.
El Partido Verde, al igual que otros actores políticos y sociales, ha hecho del medio ambiente uno de sus ejes de lucha. Sin embargo, más allá de los discursos, lo que importa es la acción concreta. El verdadero compromiso con la defensa del medio ambiente no se mide en palabras, sino en actos. Este derrame de hidrocarburos es solo uno de los tantos ejemplos de que, aunque los discursos ecologistas abundan, las políticas públicas eficaces para prevenir estos desastres aún están muy lejos de ser una realidad.
El reto es claro: exigir que las empresas como Pemex rindan cuentas y actúen con responsabilidad, pero también demandar que las autoridades encargadas de la protección del medio ambiente no se escuden en la burocracia ni en la falta de recursos. No es posible que, a más de 30 años de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), y a la vista de los desastres ambientales que han marcado nuestra historia, sigamos permitiendo que la contaminación y el daño ambiental sean consecuencias inevitables de la actividad industrial.
La política ambiental no debe ser un tema accesorio o una bandera vacía en tiempos electorales. Debe ser una cuestión de vida o muerte para las generaciones presentes y futuras. El desastre ocurrido en el río Pantepec nos obliga a reflexionar sobre el modelo de desarrollo que hemos adoptado, donde la extracción de recursos naturales y el beneficio económico parecen estar por encima del bienestar de las personas y de los ecosistemas.
Si realmente queremos transformar nuestra realidad, tenemos que entender que la lucha por la protección del medio ambiente no puede ser una lucha marginal. Es el momento de exigir, con la misma firmeza que lo ha hecho Herrera Borunda, una verdadera política pública que garantice el cuidado del medio ambiente, la salud de los ciudadanos y la transparencia en la gestión pública. La hora de la acción es ahora.
Por Miguel Ángel Cristiani
Qué ironía tan mexicana —y tan dolorosa— que sea hasta el ocaso del cuatrienio cuando el presidente municipal de Coatepec, Raymundo Andrade Rivera, decide desempolvar la conciencia estética y adornar con calaveras y flores de cempasúchil el parque central del pueblo mágico. Digo, mágicas deben ser las prioridades de esta administración, que hasta ahora, faltando escasos dos meses para entregar el cargo, se dignó a “ponerle color” al municipio. Y lo hizo, por supuesto, con la superficialidad de quien intenta maquillar con papel picado y catrinas la desidia de cuatro años de gestión opaca, ineficaz y, sobre todo, descomprometida.
Porque una cosa debe quedar clara: Coatepec no necesita adornos temporales. Lo que urge es un gobierno municipal que piense más allá del selfie y del simulacro folclórico para redes sociales. Y aquí es donde comienza el verdadero problema. Lo simbólico, en política, nunca es inocente. Y lo que simboliza esta tardía decoración es más que un gesto festivo: es una confesión pública de inacción, una postal colorida que intenta distraer de lo grisáceo del legado que deja Andrade Rivera.
El parque central —corazón social, comercial y cultural del municipio— estuvo tres años sumido en el abandono. Quien haya caminado por sus pasillos en días de lluvia sabrá de lo que hablo: bancas oxidadas, luminarias apagadas, jardineras desatendidas, un kiosco que más parecía escombro urbano que símbolo de identidad local. Y ahora, de repente, el municipio “despierta” y decide engalanar el espacio público con catrinas monumentales y flores de temporada. Qué generoso el señor alcalde, que justo cuando se le está acabando el mal período político, recuerda que gobierna un pueblo mágico y no un lote baldío.
Pero no nos engañemos. Estas acciones no son casuales ni desinteresadas. Responden a un viejo truco de la política menor: cerrar con gestos de impacto visual para dejar la sensación de que algo se hizo. Así, en el imaginario colectivo, la memoria se rellena con fotografías de temporada y no con la lista de pendientes que arrastra su administración: calles sin pavimentar, rezagos en servicios básicos, falta de apoyos reales a la cultura, turismo en retroceso, y una alarmante desconexión con las necesidades cotidianas de la población.
Raymundo Andrade tuvo en sus manos uno de los municipios más emblemáticos de Veracruz, con vocación turística, riqueza histórica, cultura cafetalera y una ciudadanía participativa. Pero desperdició la oportunidad de consolidar a Coatepec como un referente regional. A cambio, nos entregó una gestión burocrática, sin rumbo claro, sin obra pública de impacto social, sin innovación ni apertura democrática.
Lo más grave es que durante estos cuatro años no se trazó una visión de futuro. No se apostó por el desarrollo sostenible, ni por la integración regional, ni por una política de seguridad preventiva. Se gobernó con el piloto automático puesto, con la lógica del “ahí se va” y del clientelismo que alimenta estructuras políticas obsoletas. Y cuando se gobierna sin escuchar, sin planear, sin corregir, ni difundir, el resultado es inevitable: la administración se convierte en simple ocupación del cargo, y no en ejercicio del poder con responsabilidad pública.
A partir del 1 de enero de 2026, asumirá la presidencia municipal Jorge Ignacio “Nacho” Luna. No lo tiene fácil. Recibe un municipio con muchas heridas abiertas y con una ciudadanía que, aunque resignada, no ha perdido su capacidad de exigir y evaluar. Si algo se espera de Luna es que entienda que Coatepec necesita mucho más que eventos conmemorativos y campañas visuales. Necesita planificación urbana, políticas públicas integrales, seguridad con enfoque comunitario y, sobre todo, cercanía con la gente.
Hay que decirlo claro: un gobierno que solo aparece para colgar adornos al final de su mandato está reconociendo, sin palabras, que todo el periodo anterior fue estéril. Y la política no se mide por las decoraciones, sino por los resultados tangibles. Por eso, no basta con esperar que la nueva administración no repita la historia. Hay que exigirle, desde ya, que cumpla con lo que la anterior olvidó: gobernar.
Sí, las catrinas lucen bien en las fotos. Pero Coatepec no es Instagram. Es un pueblo con historia, con identidad, con necesidades urgentes. No se puede seguir gobernando con superficialidad, ni con adornos de último minuto. A la ciudadanía no se le debe contentar con gestos simbólicos: se le debe respeto, trabajo serio y resultados.
Porque cuando se gobierna como si el municipio fuera un escaparate, lo que se construye no es comunidad, sino espectáculo. Y Coatepec ya no necesita más teatro político: necesita administración con visión, ética y compromiso real.
Ojalá, por el bien de todos, que las catrinas de este año sean la última máscara de una política sin rostro.
https://youtu.be/ODsPO9Lo944
Por Miguel Ángel Cristiani
En un mundo cada vez más inmerso en la inmediatez de las redes sociales, donde los momentos efímeros se traducen en recuerdos filtrados a través de un lente, las experiencias turísticas empiezan a moldearse bajo la sombra de la imagen perfecta. Tal vez, lo que ocurre en Atexcatzinco, Tlaxcala, sea un ejemplo claro de esta nueva era del turismo visual. Allí, el “Fotoparque de Cempasúchil Santum” abre sus puertas con una oferta que combina la tradición, el espectáculo natural y el marketing de experiencias para una sociedad ávida de momentos fotográficos.
La propuesta no es nueva en el panorama turístico nacional; el fenómeno de los “fotoparques” ha crecido exponencialmente en México en los últimos años, siguiendo la estela de destinos como los campos de lavanda en Querétaro o los jardines de girasoles en diversas partes del país.
Aunque en el estado de Veracruz parece que todavía no se han dado por enteradas las autoridades de Turismo, encargadas de promover los sitios atractivos.
Sin embargo, lo que distingue a Santum es su capacidad para mezclar dos elementos profundamente enraizados en nuestra identidad cultural: el cempasúchil y la festividad de Halloween. Este espacio ha logrado crear una conexión entre lo ancestral y lo contemporáneo, pero, más allá de la estética, es necesario preguntarnos: ¿Hasta qué punto este tipo de iniciativas logra trascender lo superficial y aporta al respeto y comprensión de nuestras tradiciones?
El fotoparque, inaugurado a mediados de octubre, destaca por su planteamiento visual, pero también por su enfoque turístico. La primera sección del espacio está ocupada por un sembradío de cempasúchil de la variante china, una flor que es sinónimo de la temporada de “Día de Muertos” en México. Esta flor, que cubre una hectárea de terreno, no solo se ha convertido en el principal atractivo del lugar, sino que ha revitalizado un interés por la tradición de las ofrendas y altares, mientras se posiciona como un objeto de consumo para quienes buscan capturar la imagen perfecta. Sin embargo, debemos cuestionarnos si este nuevo uso del cempasúchil está contribuyendo a su apropiación cultural o si, por el contrario, está reduciendo la flor a un simple objeto ornamental, despojándola de su carga simbólica.
No podemos ignorar que el cempasúchil, más allá de su belleza, tiene un profundo valor en nuestras creencias. Es un puente entre los vivos y los muertos, una flor cuyo color y fragancia guían las almas durante las festividades del Día de Muertos. ¿Es correcto que su florecimiento sea aprovechado principalmente como un gancho turístico, con la finalidad de hacer negocio a costa de la espiritualidad que representa para millones de mexicanos? Es fundamental que este tipo de iniciativas no caigan en la trampa de la superficialidad comercial, y que, al mismo tiempo, ofrezcan una experiencia que respete y dignifique las raíces culturales que estamos celebrando.
No obstante, el fotoparque no se limita solo a la flor de muerto. Su propuesta es más amplia. “Pumpkin Santum”, una segunda sección dedicada a Halloween, incluye decoraciones como calabazas de Texas y espantapájaros de madera, buscando dar cabida a una celebración importada que, aunque tiene un creciente eco en nuestro país, aún no logra insertarse completamente en las dinámicas sociales mexicanas. Este componente, indudablemente, se alinea con la tendencia global hacia la celebración del “Halloween”, pero lo hace de manera tan explícita que a veces parece forzada. El entrelazamiento de una tradición mexicana ancestral con un festejo extranjero, a veces tan superficialmente comercializado, obliga a reflexionar sobre lo que estamos perdiendo de nuestra identidad al adoptar estos “fenómenos” sin un análisis profundo.
Por supuesto, el propósito del parque es enteramente turístico, como lo señala su propietario, Brian Munguía, quien asegura que el objetivo es ofrecer una experiencia única para los visitantes, sin restricciones en el uso de cámaras y fotografías. Esto es, en apariencia, un aspecto positivo, pues democratiza el acceso a la belleza del lugar. Los 100 pesos de entrada, relativamente accesibles para un sector amplio de la población, y con descuento a adultos mayores, permiten disfrutar de las flores, hacer fotografías y acceder a otras instalaciones, como los columpios y las decoraciones temáticas. No obstante, una vez más surge la pregunta: ¿realmente estamos valorizando el patrimonio natural y cultural, o simplemente estamos creando un parque temático más, al servicio del consumo masivo?
El fenómeno de los “fotoparques” es reflejo de un mundo que se está reinventando a través de la óptica de las redes sociales, donde las experiencias son fugaces, pero la necesidad de compartirlas en plataformas digitales es eterna. Los turistas que asisten al fotoparque buscan, más allá del goce estético, crear recuerdos visuales que puedan ser transmitidos a su comunidad virtual. En este sentido, Santum se convierte no solo en un atractivo turístico, sino en un lugar de consumo cultural, donde la tradición se expone al ojo público y se comercializa como parte de un catálogo fotográfico.
El reto, en este sentido, es encontrar el equilibrio entre el disfrute de los espacios naturales y la preservación de los significados que estos poseen. El cempasúchil no debería ser solo una flor para ser fotografiada, sino un símbolo que inspire reflexión, respeto y memoria. El Halloween, por su parte, podría ser una oportunidad para reforzar las tradiciones populares locales en lugar de diluirse en la influencia de festividades ajenas.
Es imperativo que los destinos turísticos como Santum no se conviertan en escaparates vacíos de cultura, sino que mantengan un compromiso con la autenticidad, la educación y el respeto a nuestras raíces. De lo contrario, estaremos ante una fachada de tradición, que oculta una versión adulterada de lo que realmente significa ser mexicano en un mundo globalizado. La reflexión debe ser clara: ¿Queremos que nuestra cultura se convierta en un producto más, o deseamos que sea preservada y transmitida de manera genuina a las futuras generaciones?
Por Miguel Ángel Cristiani
Las imágenes que nos llegan del norte de Veracruz no requieren de subtítulos ni de análisis complejos: familias sumidas en el lodo, viviendas arrasadas, cultivos perdidos, y un clamor que se hace más urgente conforme las horas y los días pasan sin una respuesta concreta. El diluvio que, una vez más, arrasó con vidas y patrimonios en los municipios veracruzanos ha dejado al descubierto no solo la vulnerabilidad de las poblaciones ante fenómenos naturales, sino también la tremenda ineficacia del sistema de respuesta ante desastres que, lejos de mejorar, se diluye en un mar de promesas vacías. Pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿quién va a responder por los daños materiales, humanos y emocionales que esta catástrofe ha dejado atrás?
Es una realidad incuestionable que las lluvias y las avenidas de los ríos en las zonas afectadas han superado los límites de lo soportable, pero no podemos seguir cediendo ante la falacia de la "emergencia controlada" mientras las familias no tienen ni lo mínimo para sobrevivir. Porque lo que está ocurriendo no es solo una cuestión de meteorología, sino un fracaso institucional que lleva años gestándose. Las víctimas de esta tragedia no necesitan que se les diga que la naturaleza es impredecible, sino que necesitan respuestas urgentes, soluciones reales y recursos que les permitan reconstruir lo que perdieron, algo que hoy parece más una promesa política que una acción inmediata.
Las autoridades de los tres niveles de gobierno –federal, estatal y municipal– se apresuran a atender el reclamo legítimo de los afectados, pero más allá de las visitas protocolarias y las declaraciones llenas de buenas intenciones, lo cierto es que la ayuda sigue siendo inalcanzable para aquellos que más la necesitan. ¿De qué sirve que los gobernantes asistan a las zonas devastadas si la población continúa sin lo básico? ¿De qué sirve el desgaste mediático cuando el apoyo no llega a donde se necesita? Y lo más alarmante: ¿qué sucede cuando el aparato estatal se convierte en una barrera, como ocurre con las fuerzas armadas que bloquean la entrada de ayuda humanitaria? Esta situación no es solo una irregularidad, es una grave violación a la ética y a la necesidad de los pueblos afectados.
La frase "no nos ha llegado ninguna ayuda" resuena en cada rincón de las zonas impactadas, como un eco de desesperación. Y aunque las organizaciones civiles están haciendo lo que pueden, sus esfuerzos son insuficientes ante la magnitud del desastre y, sobre todo, ante la falta de voluntad política para liberar los recursos y permitir que las ayudas lleguen con la celeridad que el caso exige. Lo que estamos presenciando es una crisis dentro de la crisis.
Esto nos lleva a una reflexión más profunda: la desaparición del FONDEN, ese Fondo Nacional de Desastres Naturales que en su momento fue un recurso vital para enfrentar situaciones como la que ahora estamos observando, no fue un simple cambio administrativo. Fue una decisión ideológica, una de las muchas tomadas bajo el pretexto de "optimizar" recursos y destinar más fondos a las grandes obras de infraestructura. Sin embargo, al eliminarlo, el gobierno federal dejó a las comunidades más vulnerables a su suerte, pues ahora, más que nunca, la falta de un mecanismo efectivo de apoyo ha quedado expuesta.
La justificación de que el FONDEN se utilizaba para "grandes obras" no solo es una falacia, sino una mentira disfrazada de eficiencia. Los recursos nunca fueron suficientes para atender a la totalidad de las víctimas, pero al menos existía un esquema de respuesta que, si bien imperfecto, garantizaba una acción más rápida. Hoy, esa promesa se ha diluido en una parálisis presupuestal que se traduce en desinterés y desdén por los afectados.
Este es un momento crucial para reflexionar sobre el verdadero rol del Estado: ¿Para qué existen los gobiernos si no es para proteger, para atender, para auxiliar a los más vulnerables en situaciones de emergencia? Las inundaciones, los huracanes y las tormentas siempre serán impredecibles, pero la respuesta de un gobierno no debe serlo. La ciudadanía no pide milagros ni soluciones inmediatas, pero sí acciones concretas, respaldadas por recursos, por leyes que no se manipulen según las necesidades del poder, y por una ética que garantice que, cuando el desastre golpee, el Estado no se convierta en una figura ausente.
La lección de esta tragedia, por lo tanto, no debe ser solo la de reconstruir lo que se ha perdido, sino también la de exigir una nueva política pública de gestión de desastres que no se limite a repartir discursos, sino a construir infraestructura, a gestionar recursos de manera transparente, y a garantizar que la ayuda llegue a donde más se necesita.
Para Veracruz y para todo el país, el clamor de los afectados debe ser una llamada de atención para las autoridades y para la sociedad en su conjunto: el tiempo de las promesas vacías ya pasó. La reconstrucción no solo debe ser física, sino también ética y política. Y la próxima vez que el desastre se asome, no debemos seguir esperando la respuesta que nunca llega.
DE PRIMERA MANO
Por Omar Zúñiga
Aunque vengan del
mismo barro,
no es lo mismo
bacín…, que jarro.
La tragedia que sufren nuestros hermanos del norte del estado, según algunos académicos de la UV, de esos que aún se respetan (no como el gandul espurio que despacha en Rectoría) que esta inundación es peor que la sufrida en 1999, hace ya 26 años.
En este lapso hemos pasado muchas revoluciones y no armadas. Las tecnológicas, que no paran, son las más palpables.
En ese año, el internet estaba en pañales y las coberturas periodísticas exigían muchísimo más que un celular y datos; era ir al lugar del siniestro, buscar la nota, tomar fotos, y por supuesto enviarlas a tu medio para publicarlas y poder satisfacer la demanda social de estar bien informado.
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Como no se puede defender lo indefendible, hay que mencionar hechos.
Luego de conocerse la magnitud de la tragedia y como es costumbre, la solidaridad del pueblo veracruzano y mexicano en general se hizo presente y patente.
Decenas, si no es que cientos, de lugares de acopio de víveres para llevar a nuestros paisanos empezaron a aparecer en las redes sociales; los sitios que más credibilidad tuvieron fueron los de instituciones de educación superior públicas y privadas; lamentablemente la UV, debido a la crisis de legitimidad en que se encuentra sumida hoy día, no tuvo la fuerza que se necesitaba, en cambio otras, privadas como Anáhuac Veracruz campus Xalapa, tuvo una extraordinaria convocatoria.
*****
Por si fuera poco, también salieron quienes se aprovecharon de la desgracia y parafraseando a la ínclita, se vieron como miserables.
Samuel García, gobernador naranja de Nuevo León, saltó inmediatamente a la palestra diciendo que tiraba su espada en prenda y ofreció apoyo “en solidaridad al pueblo de Poza Rica”.
Lamentablemente para nuestro hermanos del norte del estado, la ayuda no iba por vías institucionales ni siquiera del gobierno nuevoleonés, sino que la vía era el candidato perdedor de MC Emilio Olvera.
El objetivo era muy claro: poder sacar provecho político electoral de una tragedia que ha dejado muchos muertos, que según las cifras preliminares oficiales rondaría los 30, pero que según quienes sufrieron en carne propia y fueron testigos de la desgracia, esta cifra podría llegar mínimo a un par de cientos.
Eso es tener poca madre, sea del partido que sea, si van a ayudar no es necesario decirlo ni promocionarse, llenos de lodo, como si de veras fueran ajenos a él.
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Y lo mejor de todo es que son las estrategias de su mecenas, el morenista senador Manuel Huerta, autor de la graaaaan burrada de aplicar retroactividad a la ley de amparo y frenado en seco por la mismísima compañera Cheinban.
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Para documentar el optimismo, siguen operando las granjas de bots naranjas pos campaña, que dispararon el hate contra la alcaldesa electa Adanely Rodríguez.
¡Qué barbaridad!
deprimera.plana2020@gmail.com
Explicaron los trabajadores tenemos que salir a trabajar es nuestra misión por eso recibimos un salario, no importa, los cambios de clima lluvia, sol, norte, mantener las más de 600 colonias limpias.
Pero si pedimos a la ciudadanía Xalapeña aunque las autoridades les han hecho la invitación de no sacar la basura si no ha pasado el campanero, las dejan en las esquinas, o en otras colonias llevan sus residuos. Porque con las lluvias esto ocasiona inundaciones.
" Ahorita recogemos la basura y en la noche pasa la gente tirando la basura, y al otro día la calle amanece con residuos sólidos después dicen que no ha pasado el camión de la basura, deben de estar atentos los días cuando pasa el campanero aunque luego la gente nos contestan por eso pago el predial ahí nos compran el servicio de limpia pública", expresaron.
Está bien que paguen los servicios municipales pero que tengan un poquito de cultura.

En Estambul, la vieja capital del Imperio Otomano, hay una puerta que no conduce a nada. O mejor dicho: conduce a la historia. La Puerta al Bósforo del Palacio Dolmabahçe se levanta como un arco monumental que no es acceso ni salida, sino pura contemplación. Fue diseñada en el siglo XIX para impresionar a los embajadores europeos que navegaban por el estrecho. Nunca se usó para barcos ni visitantes: su única función era política y estética, mostrar poder, modernidad y refinamiento. Hoy, esa puerta sigue ahí, convertida en postal obligada para millones de turistas.
Mientras tanto, en Veracruz, la Puerta del Mar —el umbral por donde entró la historia a nuestro país durante más de tres siglos— fue derribada hace más de cien años y nunca reconstruida. En Turquía se preserva y se capitaliza un símbolo sin utilidad práctica; en México se destruyó un símbolo cargado de memoria, comercio, cultura y vida cotidiana.
La comparación duele. En Turquía, la Puerta del Bósforo del Palacio Dolmabahçe no es solo una filigrana de mármol blanco: es una declaración de identidad, un recurso turístico y una herramienta diplomática que sigue generando prestigio. Atatürk, el fundador de la República, utilizó ese mismo palacio como residencia presidencial, y muchos de sus actos públicos quedaron enmarcados por el mar. Cada año, millones de visitantes viajan a Estambul y se detienen frente a esa puerta, no porque les dé acceso a algo, sino porque representa la grandeza de un pueblo que entendió la fuerza de sus símbolos.
En Veracruz, la Puerta del Mar funcionó entre la Colonia y el Porfiriato. No era ornamental, sino esencial: por ahí entraban colonizadores, comerciantes, refugiados, artistas y campesinos; por ahí salían mercancías hacia Europa y llegaban influencias culturales que forjaron nuestra identidad. Era, como se ha dicho, la Puerta de México. Pero cuando se amplió el puerto a inicios del siglo XX, se optó por demolerla en nombre del progreso. Y desde entonces, solo quedan las crónicas y los bocetos.
No es un caso aislado: en Veracruz solemos ver la historia como estorbo y no como capital. Derribamos monumentos, dejamos caer edificios, ignoramos nuestro propio legado, y después nos quejamos de no atraer turismo cultural.
La política turca entendió, desde hace siglos, que la arquitectura puede ser discurso. Dolmabahçe fue el primer palacio en incorporar alumbrado de gas, agua corriente y calefacción central. La Puerta al Bósforo fue un gesto calculado: mostrarle a Europa que el Imperio Otomano no era un rezago medieval, sino un jugador moderno y poderoso.
En Veracruz, en cambio, nos quedamos sin el gesto y sin la piedra. “La Puerta del Mar” pudo haber sido el emblema de la apertura de México al mundo, un sitio histórico comparable a la Puerta de Alcalá en Madrid o al Arco del Triunfo en París. Pero la demolimos y, lo más grave, nunca la reconstruimos.
El exgobernador Javier Duarte llegó a prometer en 2014, en una entrevista de café en la Parroquia, que la reconstrucción estaba contemplada dentro del rescate del centro histórico. Como tantas otras promesas, se quedó en humo. Y después, nadie más retomó el proyecto.
No se trata de romanticismo ni de nostalgia barata. La Puerta del Mar sería un atractivo cultural de primer nivel, un punto de encuentro con la historia y un imán turístico que, bien gestionado, generaría empleo y desarrollo local. En el mundo, las ciudades compiten por ofrecer experiencias auténticas; aquí, teniendo la historia en las manos, preferimos esconderla.
En Estambul, millones de turistas hacen fila para tomarse una foto frente a una puerta que nunca sirvió para nada. En Veracruz, ignoramos la puerta por donde literalmente entró la historia nacional. ¿No resulta absurdo?
Reconstruir la Puerta del Mar no resolvería los problemas de pobreza, inseguridad o corrupción, pero sí nos recordaría que somos una ciudad con raíces profundas y un legado digno de mostrarse. Sería un acto de dignidad colectiva: reconocer que en Veracruz no todo es improvisación y olvido, que también sabemos honrar nuestra memoria.
Dejar que símbolos como la Puerta del Mar permanezcan en el abandono es aceptar que la modernidad solo puede construirse sobre el olvido. Y eso es falso. Los turcos supieron integrar tradición y modernidad en un mismo gesto arquitectónico. Nosotros, en cambio, seguimos repitiendo la fórmula del despojo: destruir lo viejo sin rescatar lo valioso.
Cada piedra que se borra de la memoria es una oportunidad perdida de educar, de generar identidad y de ofrecer al mundo un rostro auténtico. Veracruz no necesita inventarse un pasado: lo tiene, lo tuvo. Lo único que falta es la voluntad política y ciudadana para recuperarlo.
La Puerta del Bósforo sigue en pie, altiva, recordándole al mundo que Turquía supo reinventarse sin renunciar a sus símbolos. La Puerta del Mar yace en el olvido, como una metáfora de un país que aún no aprende a valorar lo propio.
La diferencia no es de historia ni de recursos, sino de visión. Mientras Turquía exhibe con orgullo una puerta ornamental, Veracruz dejó caer la puerta que fue el verdadero acceso de México al mundo. Y la pregunta, inevitable, es: ¿seguiremos derribando nuestra memoria, o tendremos la valentía de reconstruirla?
Por Miguel Ángel Cristiani G.
En Veracruz solemos derribar la historia a pico y pala, para después lamentarnos con lágrimas de turista de ocasión. Ocurrió con la llamada Puerta del Mar, el verdadero umbral de México durante más de tres siglos, y que hoy sobrevive apenas en los relatos de cronistas y en la nostalgia de quienes saben que, por ese arco demolido hace un siglo, entraron y salieron las raíces de nuestro mestizaje, nuestra economía y buena parte de nuestra cultura.
Lo recordaba en una entrevista de café el exgobernador Javier Duarte de Ochoa, aquel jueves 22 de mayo de 2014 en la Parroquia, cuando entre tazas y adulaciones aseguró que la reconstrucción de la puerta estaba contemplada en el proyecto de rescate del centro histórico. Como suele ocurrir con los políticos que prometen el oro y nos dejan el lodo, la obra nunca se hizo. Y no porque no hubiera recursos, sino porque no hubo visión.
La Puerta del Mar no era un simple arco de piedra: era la boca por la que México respiraba. Desde la época colonial hasta el porfiriato, por ahí ingresaron colonizadores, comerciantes, campesinos, exiliados, arquitectos, artistas y aventureros. Por ahí llegaron los insumos para levantar iglesias, haciendas, fábricas y escuelas; por ahí salieron las mercancías que tejieron la economía con Europa, África y América del Sur.
Si España presume la Puerta de Alcalá, y París reverencia su Arco del Triunfo, Veracruz tuvo la suya: la Puerta de México, testigo del tráfico humano y material que moldeó nuestra nación. Pero en 1902, durante la ampliación del puerto, se decidió derribarla. El progreso, nos dijeron, exigía arrasar con la memoria.
Hoy apenas quedan crónicas y bocetos, como los que describe el investigador Mario Jesús Gaspar Cobarrubias en su reportaje de 1916, donde ubica con precisión el sitio: anexa al edificio de la Contaduría del Rey, entre el convento de San Francisco y la muralla que más tarde sería la Plazuela del Muelle. Frente a ese arco desembarcaban los barcos que venían de La Habana, de Cádiz, de Nueva Orleans. Era la verdadera aduana del país.
En Veracruz somos expertos en desperdiciar símbolos. En otros países, con una simple piedra levantan museos, rutas turísticas y hasta discursos de identidad nacional. Aquí, teniendo un icono histórico de primer orden, preferimos dejarlo en el olvido, mientras se gastan millones en remodelaciones cosméticas del malecón o en proyectos que nadie entiende.
La reconstrucción de la Puerta del Mar no sería un simple capricho nostálgico. Sería recuperar un pedazo de historia tangible, un atractivo turístico de primer nivel y un símbolo de orgullo para la ciudad más antigua de México continental. ¿Acaso no lo merece el puerto que abrió las venas de todo un continente?
El turismo histórico no se inventa con espectáculos de luces ni con esculturas de plástico: se sostiene con memoria, con autenticidad. Y la Puerta del Mar tiene ambas cualidades.
Mientras en Madrid se canta con devoción “Mírala, mírala, la Puerta de Alcalá, viendo pasar el tiempo”, en Veracruz tenemos que conformarnos con mirar fotografías borrosas y escuchar anécdotas de abuelos. Lo nuestro fue ver pasar la piqueta, no la historia.
Paradójicamente, las autoridades han invertido fortunas en proyectos de rescate urbano, pero ninguna ha tenido la determinación de rescatar ese símbolo. Duarte lo anunció, como tantos otros anuncios que se quedaron en humo. Sus sucesores tampoco lo retomaron. Y así seguimos, con un puerto cada vez más modernizado en infraestructura, pero más empobrecido en identidad.
No se trata de idealizar el pasado ni de construir réplicas huecas como si fueran escenarios de telenovela. Se trata de reconstruir, con rigor histórico y arquitectónico, un monumento que devuelva al puerto su carácter de “Puerta de México”. No como ornamento, sino como lección viva para las nuevas generaciones.
Hoy que se destinan miles de millones de pesos a la ampliación del puerto, ¿qué impide reservar una mínima fracción para rescatar este símbolo? Con voluntad política, el proyecto podría ser una realidad y convertirse en un atractivo cultural de alcance internacional.
Veracruz no puede seguir siendo el lugar donde se pierden las huellas del tiempo. La Puerta del Mar es mucho más que piedras viejas: es la memoria de quienes llegaron buscando futuro, es la evidencia de que este país siempre ha sido tierra de encuentro y mestizaje.
Reconstruirla no resolverá los problemas de pobreza, inseguridad o corrupción que nos aquejan. Pero sería un acto de dignidad colectiva: la señal de que en esta tierra no todo se borra, no todo se arrasa. Que aún sabemos reconocer y honrar nuestras raíces.
De lo contrario, seguiremos siendo el país que entierra su memoria bajo el concreto, mientras espera a que el turismo llegue a sacarnos la foto. Y la historia, ya lo sabemos, no perdona el olvido.
Por Miguel Ángel Cristiani
La historia, cuando no se entiende, tiende a repetirse. Y en México, la memoria suele ser tan corta como la distancia entre una promesa de campaña y su olvido. Ahora, con bombo y platillo, se anuncia el posible regreso del tren de pasajeros entre la Ciudad de México y el Puerto de Veracruz, un proyecto que —dicen— traerá desarrollo, turismo y dinamismo económico a municipios que alguna vez vivieron del rugir metálico de “El Jarocho”. ¿Será?
En principio, nadie con un mínimo de sentido común podría oponerse a una obra que promete reconectar regiones, detonar economías locales y devolver vida a pueblos que el neoliberalismo dejó en el abandono ferroviario. Tierra Blanca, Tres Valles, Paraje Nuevo, Potrero, Soledad de Doblado... nombres que suenan a caña, a llanura, a historia ferroviaria truncada por la desidia, el saqueo y la violencia. Pero como toda obra pública en este país, el diablo está en los detalles. Y los detalles —como la seguridad, la operatividad y la transparencia— no se resuelven con discursos desde un templete.
No es la primera vez que se pretende vendernos el tren como sinónimo de progreso. Ya en 2023 se reactivó el Tren Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, que conecta Salina Cruz con Coatzacoalcos, y en 2024 se inauguró la línea entre Coatzacoalcos y Palenque, enlazándose con el elefantiásico y polémico Tren Maya. Proyectos con más carga ideológica que técnica, y más espectáculo que eficiencia. El papel todo lo aguanta; las vías, no tanto.
El trazo que hoy se plantea no es nuevo. Son las mismas vías por donde transitaba el mítico tren Jarocho, que en sus días de gloria era emblema de conexión, movilidad y turismo. Pero también, y no hay que olvidarlo, fue símbolo de abandono e inseguridad. Los asaltos eran pan de cada día, especialmente en los tramos cercanos a la capital. Eso, más que cualquier cálculo financiero, fue lo que mató al tren como alternativa de transporte.
Por eso, antes de caer en la euforia del anuncio, habría que preguntar:
¿Ya se diseñó el esquema de seguridad para garantizar que los pasajeros no viajen con el Jesús en la garganta?
¿Quién controlará la vigilancia en un país donde el crimen organizado ha demostrado tener más control territorial que el Estado?
¿O vamos a dejar que las autodefensas se suban al vagón?
Porque aquí no basta con decir que se reactivará el tramo Medias Aguas–Veracruz. Hay que entender que esa ruta atraviesa zonas altamente vulnerables: Juan Rodríguez Clara, Ciudad Isla, Papaloapan, Gabino Barreda, Piedras Negras, por nombrar algunas. Regiones productivas, sí, pero también golpeadas por décadas de pobreza, corrupción municipal y abandono institucional. El tren puede reactivarlas o simplemente pasarles por encima.
En esta columna lo hemos sostenido siempre: no hay desarrollo sin Estado. La infraestructura —por muy nostálgica o monumental que parezca— no sirve de nada si no se inserta en una política pública integral. No basta con que el tren pase: ¿habrá estaciones equipadas, conectividad local, inversión en servicios, educación, salud, empleo digno? ¿O simplemente será una postal bonita para la mañanera?
Y ojo, porque cuando se habla del tren como “reconexión del sur con el centro del país”, se omite que esa reconexión ya existe... para las mercancías. Las empresas privadas han seguido utilizando esos tramos ferroviarios, mientras que al pueblo se le vendió la idea de que “el tren ya no servía”. El discurso del abandono fue selectivo: se abandonó al pasajero, pero no al capital.
El tren puede ser una oportunidad, pero solo si se hace bien. Y hacer las cosas bien en este país implica planeación, presupuesto, transparencia, seguridad y voluntad política real, no simulada. Porque si lo que se busca es repetir la fórmula del Tren Maya —inaugurar tramos sin terminar, cortar listones sin reglamento operativo, vender turismo donde hay despojo—, entonces mejor dejemos el proyecto en la estación.
Lo cierto es que México necesita más trenes. Pero también necesita más Estado, más ética, más memoria. Los municipios por donde pasará esta ruta no requieren solo del tren; requieren políticas públicas que los integren a la economía nacional, no que los atraviesen y los dejen igual de marginados.
A los ciudadanos nos toca mirar con lupa cada paso de este proyecto. Preguntar, exigir, participar. Porque el tren, como metáfora del país, puede avanzar o descarrilarse según quién lo conduzca y para quién se construya.
Ojalá esta vez no se nos vuelva a pasar el tren.
Por Miguel Ángel Cristiani
Con la Feria Internacional de Turismo (FITUR) 2026 a la vuelta de la
esquina, México se prepara para dar un golpe de timón al turismo internacional,
en lo que promete ser la participación más grande de nuestra historia. La
promesa es ambiciosa: un pabellón de 1,780 metros cuadrados, más de 800
representantes, activaciones culturales y gastronómicas que convertirán a
Madrid en una fiesta de colores, sonidos y sabores mexicanos. Un despliegue sin
precedentes que tiene como objetivo no solo atraer turistas, sino consolidar a
México como un referente global en la industria turística. Sin embargo, antes
de lanzar los tambores y hacer las maletas, convendría reflexionar: ¿realmente
hemos aprendido de nuestras experiencias pasadas?
La presencia de Veracruz en FITUR 2025, encabezada por la gobernadora
Rocío Nahle, es un caso ejemplar de lo que puede ocurrir cuando no se hace un
balance adecuado de los resultados obtenidos. En un evento como este, donde el
protagonismo de México se diluye en una multitud de delegaciones y
presentaciones, la falta de transparencia en torno a los logros alcanzados por
los estados participantes deja mucho que desear. No se trata de ignorar los
esfuerzos de las autoridades, sino de cuestionar si los recursos, tanto humanos
como económicos, se están utilizando de manera eficiente. ¿Qué impacto real
tuvo la participación de Veracruz en FITUR 2025 en términos de atracción de
turistas, generación de negocios o visibilidad internacional? ¿Existen
indicadores claros que nos permitan medir el retorno de la inversión?
La falta de evaluación de eventos previos es un vicio persistente en
las estrategias de promoción turística de México, lo que deja una sensación de
improvisación. Al anunciar la "edición histórica" de FITUR 2026, la
Secretaria de Turismo, Josefina Rodríguez Zamora, subraya que el objetivo es
superar los resultados alcanzados en 2025, donde más de 250 mil visitantes se
dieron cita, de los cuales 155 mil eran profesionales del sector. Sin embargo,
más allá de las cifras, lo que se necesita es un análisis profundo de qué tan
efectivas fueron las activaciones culturales, los seminarios y presentaciones
de destinos. ¿Realmente se consolidaron relaciones comerciales con la industria
turística española? ¿Cuántos de esos turistas potenciales terminaron eligiendo
México como su destino de viaje?
La estrategia anunciada para 2026, que incluye una participación de más
de 800 personas, activaciones como jornadas de lucha libre, desfiles de
catrinas, exposiciones de alebrijes y presentaciones gastronómicas como el
“Reto del Taco”, suena espectacular, sin duda. Pero también genera inquietud.
No se trata de menospreciar el valor de las tradiciones culturales de México,
sino de preguntarnos si este enfoque no es más bien una estrategia para llenar
el espacio visual sin tocar el fondo. A través de estas
"activaciones", ¿realmente estamos fortaleciendo nuestra industria
turística de manera sostenible, o estamos simplemente vendiendo una imagen
superficial, destinada a impresionar, pero sin un sustento real?
Además, el despliegue del pabellón más grande de México en la historia
de FITUR —que será, de acuerdo con las autoridades, el más grande de la zona de
las Américas— es un símbolo de la grandiosidad del proyecto, pero también un
indicio de la desconexión con las realidades que enfrentan los destinos
turísticos locales. Mientras las autoridades se preparan para dar a conocer la
riqueza cultural, natural y gastronómica de México, la pregunta que se hace
urgente es: ¿de qué manera se está atendiendo la falta de infraestructura,
seguridad y calidad de servicios que enfrentan muchos de los destinos
turísticos más populares del país? No basta con una fiesta visual en Madrid si,
a la vuelta de la esquina, el turista se enfrenta a un sistema deficiente de
atención y a inseguridad.
Es relevante también la reflexión sobre el modelo de promoción
turística que se quiere consolidar. La presentación de los 32 estados de la
República Mexicana a través de "Ventana a México" es, sin duda, un
buen esfuerzo por descentralizar la promoción. Sin embargo, el reto está en que
todos los estados no tienen las mismas capacidades para hacer de esta vitrina
una verdadera oportunidad de desarrollo económico. La Secretaría de Turismo ha
resaltado la importancia de los productos artesanales, culturales y
gastronómicos, pero el contexto de desigualdad regional en México es innegable.
¿De qué sirve una plataforma internacional si los estados menos desarrollados no
tienen las condiciones para aprovecharla?
A nivel estratégico, la participación de México como "País
Invitado" en FITUR 2026 debe ser vista como una oportunidad única, pero
también como un desafío al que debemos acercarnos con humildad y claridad de
propósito. No se trata solo de una oportunidad de exhibir nuestra cultura y
nuestra gastronomía, sino de ofrecer un panorama más complejo, que aborde los
problemas reales que enfrentan los turistas en nuestro país. La promoción
internacional no puede ser un espectáculo vacío, sino una plataforma para
promover un turismo más responsable, inclusivo y sostenible.
La historia nos ha enseñado que México tiene la capacidad de seducir al
mundo, pero también nos ha dejado claro que el verdadero reto no está en los
escaparates brillantes, sino en el trabajo silencioso y sistemático de mejorar
la infraestructura, la seguridad, la calidad de los servicios y la capacitación
de los actores turísticos en todo el país. FITUR 2026 debe ser el punto de
partida para un turismo más ético y comprometido con el bienestar de las
comunidades que lo reciben, no solo una fiesta de promoción vacía que se
disuelve en la pantalla de una máquina de relaciones públicas.
Es momento de ser claros: México y Veracruz necesita mucho más que una
gran vitrina internacional. Necesita una política de turismo que vaya más allá
del marketing. Necesita resultados tangibles que mejoren la calidad de vida de
todos los mexicanos y en lo particular de los veracruzanos.