Por Miguel Angel Cristiani G.
Cada año que cumple nos recuerda, con una terquedad casi pedagógica, la deuda que este país arrastra con quienes han hecho del arte una misión social y no un adorno protocolario.
A sus 96 años, Yaco no necesita homenajes para justificar una vida dedicada al teatro. Quienes los necesitan —y con urgencia— son las instituciones que, pudiendo reconocerlo, han preferido mirar para otro lado: la Universidad Veracruzana, la Secretaría de Educación y la Secretaría de Cultura. Tres entidades que, paradójicamente, presumen programas de educación integral mientras ignoran a uno de los hombres que la practicó en su forma más pura: el teatro como herramienta de formación humana.
Porque si hablamos de educación completa, no basta con aulas, planes de estudio y discursos huecos. La cultura, esa que suele ser lo primero que recortan y lo último que entienden, es el nervio vivo de cualquier proyecto educativo serio. Y el teatro —ese espejo incómodo, esa plaza pública simbólica— es quizá la más exigente de sus expresiones. El teatro enseña lo que ninguna pedagogía burocrática logra: sensibilidad, pensamiento crítico, empatía. Yaco eso lo sabía, pero además lo vivía.
¿Y por qué hablar de él hoy? Porque su biografía es un recordatorio de cómo se construye un país desde abajo, sin reflectores. Yaco recorrió 14 mil kilómetros llevando arte a lugares que no figuran en los mapas culturales.
Fue discípulo de Marcel Marceau, cofundador del mítico Teatro Fray Mocho, y alma de Once al Sur, aquella compañía que mezcló pantomima, palabra y pasión para poner al teatro argentino en la órbita internacional.
Pero su verdadero legado no está en los premios ni en los teatros llenos. Su legado está en su convicción: “El teatro no se hace, se vive”. Yaco vivió el suyo montando el Popol Vuh con comunidades cachiqueles en Guatemala; dirigiendo Fuenteovejuna con 80 actores; formando generaciones enteras en México y Centroamérica; y trabajando con UNICEF y la UNESCO para demostrar que el arte es un derecho humano, no un lujo.
Lo que Yaco sembró no se compra ni se simula. Su trabajo es un acto de resistencia cultural en un país donde la cultura suele ser tratada como trámite. Su vida es una lección para instituciones que han olvidado que reconocer a sus maestros no es cortesía, sino obligación moral.
Hoy, más que un homenaje, lo que corresponde es una rectificación: asumir que Veracruz y México tienen una deuda con uno de los pedagogos teatrales más importantes que han pisado estas tierras. Y entender, de una vez por todas, que el arte es memoria, diálogo y destino.
Porque si algo nos enseñó Yaco Guigui es que el verdadero teatro —el que sacude el alma— no es espectáculo: es ciudadanía.





























